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Una nueva misión para el P. Florián Rodero, L.C.

El P. Florián Rodero, L.C., ha estado durante casí 30 años director espiritual de tanto jóvenes seminaristas en el Colegio Mater Ecclesiae. Acogiendo la oportunidad de este cambio de misión, le hemos pedido que redactara, aunque en modo breve, un testimonio de qué ha sido para él estos años pasados en la hermosa labor de la formación de futuros sacerdotes para el pueblo de Dios.

La misión esencial del sacerdote es la salvación de las almas, porque fue la misión de Cristo sacerdote, como nos lo recuerda constante y claramente el “credo”: “por nosotros y por nuestra salvación bajó del cielo”, y por realizar en plenitud este designo divino se encarnó, murió en la cruz y resucitó. Esta consideración me brota espontáneamente en este momento en que he tenido que cambiar el modo de desempeñar mi ministerio sacerdotal: de ejercerlo como formador de quienes se preparan para ser sacerdotes fieles y santos, a dedicar mi ministerio a la cura pastoral de los fieles de una parroquia, al unísono con otras actividades vinculadas a mi vida sacerdotal.

Agradezco al Señor, desde lo más hondo de mi corazón sacerdotal, el haberme confiado la inapreciable, valiosa e insustituible misión de preparar candidatos que serían en el futuro pastores del pueblo de Dios. Durante casi treinta años (tres cuartas partes de mi vida de ministerio sacerdotal) he acompañado como director espiritual a unos ochocientos cincuenta seminaristas y he tratado, con la luz y el amor del Espíritu Santo, de llevarlos hasta las gradas del altar de Cristo sacerdote. Gracias a todos aquellos que depositaron en mis frágiles manos e indigencia espiritual su vida y confiaron en mi palabra, palabra (consejo, exhortación o admonición) que quise que no fuera otra sino la de un transmisor fiel de lo que el Espíritu quería para ellos.

Gracias a los muchos formadores, en sintonía con los cuales, hemos tratado de enseñar a los candidatos al sacerdocio diocesano el camino que les llevara a ser sacerdotes para Dios y para sus hermanos.

Mi personal experiencia me ha permitido concluir que el mejor modo de formar y hacer asimilable la formación que se quiere inculcar en la vida de un seminarista es, además del conocimiento y la preparación específicos que deben adornar a un formador,  el testimonio y ejemplo de vida sacerdotal: verba movent exempla trahunt. A lo anterior añado lo que he pretendido ser siempre: un padre y un amigo para con todos los seminaristas y pido al Señor que todos los formadores que dedican y dedicarán su ministerio a la ardua pero hermosa y primordial tarea de formar futuros sacerdotes sean padres y amigos para cada uno de sus formandos. Y todo esto con sencilla, espontánea y natural alegría.

Juntamente con lo que ya he expresado, he tratado de persuadir a mis dirigidos a que no se cansen de seguir a Cristo y particularmente  por medio de la imitación de su humano y divino corazón. Ser mansos y humildes como el Corazón de Cristo, les asegurará la fidelidad, la santidad de vida y la fecundidad de su futuro e inmediato ministerio al cual aspiran, en el cual creen y que esperan realizarlo pletóricamente por y con la gracia de Dios. He tratado, también, por activa y pasiva, de infundirles que en su ministerio sean los servidores de la misericordia divina. Así se lo recomendaba S. Policarpo a los presbíteros: “que los presbíteros tengan entrañas de misericordia y se muestren compasivos para con todos…” (carta a los filipenses, 6,1-6).

Me he percatado y estoy plenamente convencido de que la oración es imprescindible en la vida de un seminarista y de un sacerdote. Por ello he insistido, como S. Pablo, oportuna e inoportunamente, a todos mis hijos espirituales a que jamás descuidasen la oración. Muchas veces recuerdo lo que respondía un abogado de Lyon cuando de vuelta de Ars le preguntaban: ¿qué has visto en Ars? Y respondía: “he visto a Dios en un hombre”.  Este es el milagro de conversión que hace la oración en un sacerdote que reza. S. Gregorio Magno deseaba que el pastor de almas hiciese de su vida un diálogo con Dios sin olvidar a los hombres y que dialogase con los hombres sin olvidar a Dios.

De muchas maneras he tratado de infundirles en sus corazones como seminaristas al sacerdocio la devoción amorosa y maternal a María. La presencia de María en la vida del seminarista, potencialmente sacerdote,es indispensable. Ojalá que, en el presente y en el futuro, todos los días, cuando suban las gradas del altar para ofrecer a Dios el sacrificio de su Hijo divino, nunca les falte su maternal compañía. He igualmente insistido en que recen con frecuencia y confianza la invocación lauretana: “Ianua Coeli”, recordando las palabras de la liturgia en la Misa de María Medianera de todas las gracias: Acuérdate, Virgen Madre de Dios, cuando estés delante del Señor, de decirle cosas buenas de mí.

Termino como suele hacerlo el Papa Francisco después de rezar el Angelus los domingos en la plaza de S. Pedro: “Y no se olviden de rezar por mí”.

En Cristo, P. Florián Rodero, L.C.